Es así, amigos. A veces la vida se nos mea de la risa en nuestra propia cara y nos señala con el dedo. ¿Quién no ha tenido un día de mierda a lo largo de su existencia? El mío comienza en la Facultad cuando un compañero que me cae mal se chamuya a la chica que me encanta. Debo comerme calladito la boca que la hiciera reír mucho. ¡Qué bronca! Igual quedamos con ella en el mismo grupo de estudio. Pequeña revancha, donde la como con la mirada. Y ella me regala la mirada más linda del mundo. Pero ese momento naïf dura lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks (Sabina dixit).
Salgo de la Siberia. En la esquina se me acerca un grupo de tipos: “Eh, ¿tené un faso?”, me pregunta/amenaza uno de ellos al tiempo que hace una v con los dedos índice y mayor de su mano derecha y se los lleva a la boca y los quita en señal de dar una pitada. “No, no fumo”, contesto en medio de la penumbra. Llegan algunos estudiantes a la parada de colectivos y los chicos de gorrita, remera oscura y bermudas pescador se retiran en un par de bicicletas.
Subo al 115 con otro compañero. En la charla nos contamos nuestras penas del verano: “a mí me llamaron de Falabella para vendedor, 36 horas semanales a 750 irrisorios mangos y me vi obligado a rechazar la oferta”, cuento. A él lo echaron del laburo y lo dejó la novia, precisamente por haberse quedado sin guita. “Qué país este”, coincidimos como dos viejos resignados. A esa altura faltaban el tango de fondo, un whisky en una barra y un par de putas feas en un cabarulo de mala muerte.
Se baja el loco y me pongo a pensar en la despedida de Viti, en que puede que no lo vea nunca más si le va bien y se radica en España. El bondi entra al barrio 7 de septiembre. Claro, con tal de irme rápido de la Siberia no percaté de que tomé el 115 negro, el que te deja en Wilde y Eva Perón y te pasea por ese hermoso barrio. Frena en una esquina y las caruchas son temibles. Distingo una camiseta canalla y por mi mente pasa preguntar cómo salió Central. Me detengo justo, no vaya a ser cosa de que hayan perdido, lo tomen como una cargada de mi parte y me lancen un baldosazo a la boca. De más está decir que en esa parada ilumina más el bondi de adentro hacia fuera que la luz de mercurio que cruza por arriba la calle.
Finalmente a eso de las 23.40, una hora después de haberlo tomado, el 115 me deja enfrente del Jockey Club. A caminar hasta Asturiano, se ha dicho. “Tarde pero seguro”, me aliento insistiendo en que iba a despedirme del Negrito. Seguramente los pibes me aplaudirán o me gritarán algo por llegar tan tarde. Me esperan para los postres. Entro y el salón está poblado de canosos. El sub 80 está. “Los pibes y yo estamos hechos mierda pero no para tanto”, ironizo. Pero no reconozco a nadie. No hay nadie de la banda. Pregunto por el encargado.
-Yo estuve acá hace dos semanas en un casamiento y hoy se hacía una cena. ¿Hay otro salón, otro lugar donde esté reservado a nombre de Víctor La Villetta?
- No, no hizo reserva. Me llamó a las 6 de la tarde y le tuve que decir que ya estaba esta gente y que no los podía atender como se merecían.
Mi despedida del encargado se corta por la irrupción de los Mariachis. Lo que me faltaba. Cuando cruzo raudamente la puerta escucho Cielito lindo y “canta y no llores”. Sí, se burlan de mí. “Canta y no llores”, me taladra los oídos. Monto en cólera. La yugular se me escapa del cuello, como si tuviera un alien dentro de mí. El ceño se me frunce tanto que Ricardo López Murphy y Santo Biasatti son simpatiquísimos comparados conmigo. Y te reputeo, Viti. En todos los idiomas. La konchen de tu madrren, por ejemplo en alemán. "Bueno, ya se va, es la última que me hace", quiero calmarme pero fallo.
Transpiración, calor, noche pegajosa y los huevos ídem. Camino para sacarme la bronca. Llego a Córdoba y Muniagurria. A todo esto si en el interín pasó un colectivo ni lo vi: estaba ciego del veneno. Me siento en la parada. Cinco veinteañeras pasan lento en un Ford Fiesta rojo, me fichan y se cagan de risa. “Sí, se burlan de mí”, me persigo. En eso, me muerdo la parte de adentro de los cachetes al mascar rápido el chicle. Duele. Lagrimones que caen sobre mis mejillas. Cuatro adolescentes caminando, con las polleritas una más corta que la otra, me miran. “El cartel de gil que tengo en la frente miran. Eso miran”, me clavo el puñal. Sigo mascando el chicle hasta que casi me atraganto y me lo trago. Todo de la bronca.
Se acerca a la parada una chica… robusta. Digamos que si me hubiera puesto espalda con espalda con ella hasta en los tobillos sobresaldría. Es inmensa. Pendeja: más de 24 años no tiene. Algún problema hormonal, eso no es de morfi. Morochita de ojos color miel. Me mira. Me mira. Me mira. Me mira. Quito la mirada, así no sé si me mira. Pasan 10, 15, 20 minutos. Aparece un 133. Como todo un caballero dejo pasar a la gorda. El chofer me escruta cuando subo y sonríe apenitas, socarronamente, de un solo costado, onda Maestro Tabárez. “Qué gorda te estás comiendo, asqueroso”, parece batirme con esa cara. Excelente. Yo solo quiero llegar a mi casa.
Mi vieja abre la puerta, los ojos achinados por la luz de afuera, y me incrusta otra daga:
- Tu padre, apenas te fuiste a la Facultad, atendió a Cristóbal y dijo que cambiaron el lugar. Se juntan en La Florida.
- Tarde. Vengo de Asturiano. Fui al pedo –respondo cortante, de mala gana, casi despreciativo.
Como rápido por los nervios y la comida se me apelotona en la boca del estómago. Prendo la computadora y, a manera de catarsis, escribo.